Ángel Turlán Ruiz
Yago Gonzalez
Alvaro Cortina
ACTO 1
Artie movía frenéticamente el trasero al ritmo de la pegadiza melodía de “Wake me up”, de Wham, que reproducía su querida “Lucy”. Ese era el nombre de su fiel compañera que durante tantos años le había acompañado día a día, un Walkman Sony FireBoy que su padre le había regalado cuando cumplió doce años. A Artie le gustaba poner nombre a sus objetos favoritos, era una de sus muchas peculiaridades. Siempre se le podía ver con sus enormes cascos de espumillón naranja en las orejas, sus enormes pantalones vaqueros abrochados casi a la altura del pecho y sus camisetas de David Hasselhoff.
Tal era su aspecto en ese preciso momento, mientras escuchaba la voz de George Michael y colocaba torpemente los gruesos tomos de la Enciclopedia Atlas en la estantería de la biblioteca. Artie trabajaba en el instituto como “reponedor” de libros. Cargaba un carrito de pesados volúmenes y recorría los pasillos de la biblioteca hora tras hora hasta vaciarlo. De repente, “Lucy” cayó al suelo, la música dejó de sonar, y un estruendo retumbó en toda la sala al precipitarse los volúmenes de la D a la H contra el suelo. Artie se extrañó al notar un fuerte picor en su nuca y se dio la vuelta. Frente a él le miraba con sonrisa ladeada y su rostro despreciablemente moreno el capitán del equipo de fútbol, Jason Carter, flanqueado por Ted, Ed y Fred, sus inseparables compinches.
- ¡Qué, Artie! –dijo Jason con tono burlesco-. ¿No vas a ir esta noche a la fiesta que organizan los muchachos? Me han dicho que Annie Packard estará por ahí... ¡Ja, ja, ja!
Artie esbozó una estúpida sonrisa al escuchar el nombre de la chica y se frotó nerviosamente las manos.
- Es que...no puedo ir. Tengo que ayudar a mi padre a arreglar el cortacésped.
La voz de Artie tenía gallos y altibajos, como si no hubiese evolucionado desde que las hormonas empezaron a marearle con once años.
Los cuatro maromos soltaron una carcajada al unísono y se fueron por el pasillo como un escuadrón de gallos de corral.
Artie se agachó a por “Lucy” y recogió los libros del suelo. Volvió a darle al “play” y se alejó empujando el carrito agitando las nalgas con frenesí ochentero.
ACTO 2
Artie aceleró el paso, quería llegar cuanto antes. El larguísimo rodeo que daba cada tarde para llegar a su casa no le importaba en absoluto. Disfrutaba de cada paso que le acercaba al incomparable placer de contemplar aquella escena. Era una parada obligada desde que era pequeño.
Llegó al escaparate de la lavandería empapado de sudor por la ansiedad del momento. Y allí se plantó, de pie, impertérrito, con los brazos colgando, la bocaza semiabierta y los ojos clavados en la ropa girando en el interior de la lavadora. Para Artie eso era todo ilusión, fascinación. Adoraba contemplar a la gente metiendo su ropa sucia, esperando el momento de recogerla limpia y reluciente y doblándola despacito. El chico se sentía a gusto frente a ese cotidiano ritual. Pensaba intrigado en cómo serían las vidas de aquellas personas sentadas en las sillas rojas de plástico, con sus periódicos y sus libros. Les veía charlando, masticando chicle con los ojos perdidos en un anuncio de detergente en la pared, bebiendo los cafés de máquina en vasos marrones de plástico. Siempre se fijaba especialmente en una anciana pequeña, arrugadísima, que siempre llevaba el mismo vestido de pelícanos de colores estampados. Artie la miraba mientras ella leía “La isla del tesoro” una y otra vez a lo largo de los años. Cuando la anciana ya llevaba una hora y media leyendo, Artie decidió seguir el camino a casa.
La madre de Artie había fallecido de cáncer cuando él sólo tenía dos tiernos añitos. George, su padre, se había volcado en el pequeño tras la muerte de su esposa. Concentró todas sus fuerzas en trabajar duramente para que a su hijo no le faltase de nada e intentó pasar el mayor tiempo posible con él. Le llevaba a los partidos de béisbol, a comer perritos calientes y a ver películas de vaqueros. Artie adoraba a su padre. Para él era un auténtico héroe y sabía que siempre podía contar con él para cualquier cosa.
- ¡Papá, ya estoy aquí! –gritó Artie al tiempo que entraba en casa y dejaba su vieja cartera en la silla de la entrada.
George salió de la cocina y le dio un fuerte abrazo a su hijo.
- ¿Cómo está mi campeón? ¿Qué tal ha ido el día? –George disfrutaba con inigualable alegría el momento en el que Artie cruzaba el umbral de la puerta de casa.
- Muy bien, papá –dijo Artie-. Hoy ha llegado un nuevo libro a la biblioteca, trata sobre animales extintos. Además, la señora Roberts me ha dicho que hoy he trabajado muy bien y Jason Carter y los muchachos me han invitado a su fiesta, pero les he dicho que tenía que ayudarte con el cortacésped.
- Pero hombre, hijo...¿Por qué no vas a la fiesta? Seguro que te lo pasarás muy bien y harás un montón de amigos. Ya arreglaré yo el cortacésped. Tú tienes que divertirte.
- Bueno, papá, no lo sé...Ya veré lo que hago.
ACTO 3
A la mañana siguiente, la joven Annie Packard ayudaba a su padre Frank a servir los desayunos antes de marcharse al instituto. La clientela solía ser abundante a aquellas horas: oficinistas, jóvenes estudiantes, jubilados que no buscaban más que un café y una conversación, etc. Entre aquel enjambre de murmullos y ruidos, Annie iba de acá para allá llevando tortitas y zumos. La puerta se abrió entonces y apareció Artie, con su cartera y su llamativa sonrisa.
- Hola, Artie –saludó afablemente Frank-. ¡A ver cuándo vamos a ensayar esos home runs que tenemos pendientes!
- ¡Desde luego, Frank! Mi padre y yo estamos entrenando mucho, ¡ahora ya no sangro de la nariz cuando corro!
- ¡Me alegro, chico! –dijo Frank mientras freía unos huevos.
En ese instante, la preciosa Annie se paró delante de Artie y le obsequió con una sonrisa.
- ¡Hola, Artie! ¿Qué tal estás esta mañana?
La mandíbula de Artie comenzó a temblequear levemente y sus manos empezaron a sudar.
- Eh...hola –tartamudeó-. ¿Es...estuviste en la fiesta de anoche? Mi amigo Jason Carter me dijo que estarías por ahí.
- Pues no, me quedé en casa estudiando el examen de biología del viernes. ¡Uf, estoy un poco agobiada!
- Eh...pues si te apetece...
El trueno del motor de una Harley Davidson retumbó de pronto en todo el local, agitando el tranquilo ambiente que reinaba hasta entonces. Sobre la moto, un joven de pelo engominado y chupa de cuero se paró frente a la cafetería. Se llamaba Bobby Briggs, y salía con Annie desde hacía unos meses.
- ¡Mira, ha llegado ya Bobby! –dijo Annie con un brillante resplandor en los ojos. Acto seguido, la chica se quitó el delantal y, casi sin darse cuenta, lo arrojó sobre el hombro de Artie-. ¡Bueno, Artie, nos vemos!
- Vale, Annie –titubeó él-. La semana que viene podríamos quedar para ver la tele o algo, si tú quieres.
- ¡Vale, ya hablaremos! ¡Nos vemos en el instituto! –al decir estas palabras Annie ya salía por la puerta para reunirse con Bobby.
Artie les siguió con la mirada mientras se alejaban en la moto. Suspiró y le dio el delantal a Frank.
- ¡Hasta la vista, Frank! ¡Me voy al instituto!
- ¡Adiós, Artie! ¡Dale recuerdos a tu padre!
ACTO 4
Esa misma tarde, Artie continuaba su labor en la biblioteca. Apilaba libros y libros mientras escuchaba “Girls just wanna have fun”, el gran éxito de Cindy Laupier. Estaba ensimismado en su tarea cuando unos curiosos dibujos llamaron su atención. Cerca de él, un hombre se inclinaba sobre un montón de folios desplegados sobre la mesa. Vestía una desgastada americana marrón, corbata estrecha y negra y su grasiento pelo canoso caía sobre un rostro arrugado y huraño. Parecía muy concentrado en su tarea. A Artie le llamó la atención su extraño aspecto. Se acercó poco a poco al anciano, movido por una impetuosa curiosidad, y comenzó a husmear por encima de su hombro.
- Hola, señor –dijo Artie-. ¿Qué es lo que dibuja?
El hombre se giró y le lanzó una siniestra mirada. Emitió algo parecido a un gruñido y contestó:
- Lárgate, muchacho. No lo entenderías.
Artie vio algo fascinante en todo aquel papeleo y volvió a insistir.
- ¿Eso no son monos?
- ¡Déjame en paz, estoy ocupado! –gritó el viejo, tapando sus escritos con las manos.
- Una vez mi padre me llevó al zoo cuando era pequeño. Estábamos cerca de la jaula cuando un mono muy malo me quitó mi bocadillo de mantequilla de cacahuete. Desde entonces, no me gustan nada los monos, les tengo mucho miedo. A veces tengo pesadillas con ellos.
Durante casi media hora, Artie atosigó al anciano con anécdotas personales y preguntas de todo tipo. El hombre intentaba ignorarle por todos los medios y concentrarse en su trabajo, pero Artie le merodeaba como un incómodo mosquito. Por fin, el hombre estalló y se dio la vuelta.
- ¡¡Por favor, deja de incordiar, mocoso!! ¡¿Es que no tienes que ir a clase o qué?! ¡Los jóvenes de hoy sólo sabéis hablar y hablar y hablar, y en el fondo nunca decís nada!
Artie se quedó paralizado un instante.
- No, yo no voy a clase. Casi todo el rato estoy solo en la biblioteca. Cojo los libros que me da la señora Roberts, los meto en un carrito y los voy poniendo en las estanterías uno a uno. Es muy importante que los libros estén bien ordenados, señor...
- ¡No soy señor, niñato, soy doctor! –exclamó el viejo en un arrebato de orgullo-. ¡Doctor Herbert Protozoben para ti! ¡Uno de los mejores criptozoólogos de esta maldita ciudad!
- Cripto...¿qué? –preguntó un asombrado Artie.
- ¡Criptozoólogo, microbio ignorante! Soy ducho en el arte de estudiar especies desvanecidas en el tiempo. En otra época, éramos un colectivo respetado y admirado. Oh, mucho han cambiado las cosas desde entonces... ¡Pero qué sabrás tú! A nadie le interesan ya los viejos como yo...
Artie, que no había sido bendecido con una especial capacidad para la atención, sacó de pronto una bolsa de ganchitos de su bolsillo derecho.
- ¿Le apetece un ganchito, señor?
El doctor Protozoben esbozó una mueca de cansancio y amargura.
- ¡Aparta de ahí! Ni siquiera mis cobayas aceptarían esa bazofia...
- ¿Ah, no le gustan los ganchitos? –Artie reflexionó unos segundos mientras se rascaba la nuca-. ¡Eh, si le apetece, puedo llevarle al bar de mi amigo Frank! ¡Hacen unas tortitas estupendas!
- Pero, ¿no ves que estoy muy ocupado? ¡No tengo tiempo para tortitas!
- ¡Venga, anímese, señor! Seguro que el bueno de Frank nos invita a algo... ¡Vamos, vamos, y...!
- ¡Está bien, está bien! –gruñó el viejo, dándose por vencido-. ¡Vayamos a ese maldito cuchitril! ¡Te complaceré con tal de que cierres el pico!
ACTO 5
El alegre resplandor de la tarde inundaba la cafetería del bueno de Frank.
El día transcurría apacible, sereno. Nada perturbaba la cortina de paz que envolvía a los ciudadanos. Dos rubias “cheerleaders” comentaban con estúpido jolgorio la ingente felicidad que les embriagaba, mientras sorbían con dulzura sus batidos. Artie y el doctor Herbert, dos sujetos tan singulares como grotescos, entraron en el bar, aportando un aire de serie B a la escena. Frank les vio llegar desde la barra.
- ¡Hola, Frank! –saludó Artie- Mira, he venido con un amigo. Es el señor Herbert Protozoben. Se dedica a estudiar monos.
- Doctor Herbert Protozoben –se presentó el viejo cortésmente, tendiéndole la mano a Frank.
La curiosa pareja se sentó en una de las mesas del fondo. Artie pidió un batido de frutas y una bolsa de ganchitos, y el viejo un whisky doble escocés y unas tortitas con mermelada de arándanos. El doctor se concentraba en engullir su whisky y Artie le miraba fascinado mientras incrustaba los ganchitos en su bocaza.
- ¿Sabía que yo suelo venir aquí todas las tardes? Además, la hija de
Frank es muy amiga mía. Se llama Annie.
Herbert Protozoben no se inmutó ante el comentario, y siguió bebiendo como si nada. Sin duda, el whisky fascinaba a este hombre. Artie, viendo que su compañero le hacía caso omiso, volvió a la carga.
- ¿Qué tipo de monos son los que dibuja? ¿Son como los que están en la selva?
El doctor alzó la mirada por primera vez y posó con rudeza el vaso en la mesa. Se inclinó y clavó sus ojos en las gafas de nuestro chico.
- Te he dicho que no son monos, maldita sea. Son...
- ¿Qué? –preguntó Artie ansioso-. ¿Qué son, señor?
- Son...gringots.
Artie se llevó un nuevo puñado de ganchitos a la boca, pero la respuesta le fascinó.
- ¿Gringots? ¿Qué son gringots?
El viejo cogió de nuevo la copa y dio un largo trago. Tosió un par de veces y empezó a frotarse las manos. Se aflojó el nudo de la corbata y posó de nuevo su mirada en Artie.
- Mira, muchacho. Los gringots son mi razón de ser, el objeto de mis esfuerzos y estudios. Hace unos años se especulaba con la existencia de una especie intermedia entre el hombre, tal y como ahora lo conocemos, y el simio, el primate. Muchos creían que se trataba de una fantasía, una mera leyenda urbana. Pero yo nunca hice mucho caso a estos rumores.
Artie le observaba con la boca abierta. Le sudaba un poco la frente y las axilas. Le dio un trago a su batido y siguió escuchando el speech de su camarada.
- Tras largos años de estudio, descubrí algo inquietante, algo revelador. Esa especie, en contra de lo que opinaba la mayoría, podía seguir en el planeta, entre nosotros. Mis cálculos apuntaban a una isla entre Vanikolo y Tikopia...
El doctor se levantó y fue a la barra a pedir otro whisky doble escocés. Al volver a la mesa prosiguió con su historia.
- Mi intención es viajar allí y descubrirlos, y estudiarlos, y... en fin, toda una aventura. Llevo años planificando este viaje, pero aún no tengo todos los cabos atados.
El anciano eructó. El efecto de la bebida comenzaba a hacerse notar. Los balbuceos e incongruencias verbales entorpecían a veces su habla.
- ¿Va a terminarse eso? –preguntó Artie de pronto, señalando el plato de tortitas a medio terminar del doctor.
Protozoben gruñó y asintió con la cabeza. Se levantó de nuevo y pidió un par de whiskys más. A Artie esto no parecía importarle, y comenzó a devorar las tortitas con sorprendente descoordinación.
- ¿Le gusta ir a la biblioteca? –preguntó otra vez el chico.
Su colega suspiró y echó un escupitajo en el suelo. Se hurgó un poco la nariz e inició con melancolía una nueva perorata.
- Yo antes era un hombre afamado. Una institución, un referente, un paradigma del buen hacer científico...Glup.. Ahora estoy todo el día soplando y viendo puñeteras telecomedias... Puñetas, cómo odio esas telecomedias... Son todos tan aceitosos, tan pueriles...
Su rostro empezaba a descomponerse. Un brazo le colgaba de la mesa y su corbata estaba llena de mermelada.
- ¡Esos malditos hipócritas nunca confiaron en mí! ¡Estúpidos ignorantes! –dio un fuerte puñetazo a la mesa, lo que distrajo a Artie de su festín de tortitas-. ¡Pero ahora van a ver! ¡Ja! ¡Este es mi momento! ¡Los gringots me devolverán la fama que tanto merezco!
En ese mismo instante, la campanilla de la puerta llamó la atención de Artie. Alzó su cara, embadurnada de mermelada azul, y se fijó en Annie Packard, que entraba en el local junto a Bobby Briggs. El doctor Protozoben seguía balbuceando y maldiciendo. Artie se levantó y se dirigió hacia la chica.
- Hola, Annie –dijo el chaval -. ¿Qué tal hoy en el instituto?
- Muy bien, Artie.
Bobby estaba un paso por detrás de Annie, contemplando la escena con rostro de altiva indiferencia.
- Mira, Annie –continuó Artie-. He venido con un amigo. Ven, te lo presentaré. Es un señor muy simpático. Le estoy ayudando a hacer un trabajo sobre monos.
Artie se giró y mostró a un anciano tumbado sobre la mesa, con un leve reguero de baba saliendo de su boca y emitiendo incongruentes mugidos. Annie esbozó una mueca de asombro.
- Ah...vaya... Bueno Artie, Bobby y yo vamos a tomar una Coca-cola. Hasta luego.
- Adiós –respondió Artie.
El chico volvió a su mesa, donde el viejo yacía como un sapo enfermo.
- ¿Se encuentra bien, doctor? ¿Quiere que le lleve a casa?
El hombre levantó levemente la cabeza y entreabrió los ojos.
- Ehggg...
Sin mediar palabra, Artie ayudó a su compañero a incorporarse, y, guiado por sus explicaciones más o menos precisas, le acompañó hasta su casa.
El hogar del doctor Protozoben era viejo y polvoriento. Los libros inundaban el salón, la entrada, las mugrientas habitaciones y hasta la cocina. Artie introdujo como pudo al viejo y lo aposentó sobre uno de los sofás. Artie se sentó junto a él. Herbert se levantó con dificultad y se acercó a una estantería de la sala.
- Acércate, muchacho –dijo el doctor-. En estos escritos se encuentran todas las claves.
Artie llegó hasta él y contempló la gran carpeta que el viejo sostenía.
- Échale un vistazo, muchacho. Aquí esta toda una vida de trabajo. Si quieres, mañana te contaré más.
Acto seguido, Herbert cayó desplomado sobre el sofá y empezó a roncar con indescifrables melodías. Artie sacó a “Lucy” de la cartera y se colocó sus auriculares de espumillón naranja.
- Vale, hasta mañana –se despidió, y salió por la puerta.
ACTO 6
A la mañana siguiente, Artie regresó a la casa del doctor Herbert Protozoben antes de ir al instituto. Subió las escaleras de porche y llamó a la puerta. Artie había recordado el trayecto perfectamente. Al ver que nadie le respondía, volvió a insistir. A la tercera vez que llamó, el chico empezó a ponerse nervioso. Así lo demostraba el incipiente sudor en sus manos. En ese momento, de la casa de al lado salió un hombre. Era muy viejo, vestía una bata y se apoyaba sobre un bastón.
- El señor Protozoben no está, si es que has venido a buscarle.
Artie no entendió mucho aquello.
- ¿Cómo? ¿No está?
- Se lo han llevado esta mañana –contestó el vecino-. Vete, chaval.
- Pero...
- ¡El señor Protozoben ha muerto!
- ¿Muerto? –Artie estaba realmente impactado, no sabía qué hacer.
- ¡Sí, muerto! ¡¿Me entiendes?! ¡Muerto! ¡Que ya no vive! ¡¿Es que eres tonto o qué?!
Artie se quedó muy traumatizado por la noticia que acababa de recibir. El vecino entró en su casa gruñendo y dio un portazo. Artie había quedado trumatizado, paralizado. Comenzó a rascarse compulsivamente la nuca. Se rascó un buen rato hasta que tuvo una idea. Sí, una de esas que siempre se le ocurren a los demás. Artie rodeó la casa y se fue a la parte de atrás. Abrió la ventana de la cocina y, tras tropezar un par de veces y pegarse un buen coscorrón, penetró en la casa.
Entró en el salón, que seguía en el mismo estado de desorden de la noche anterior. Se acercó a la estantería y cogió la carpeta del doctor Protozoben y la metió en su cartera. Volvió a salir por la puerta de atrás y se alejó corriendo.
Entró en su casa como una apisonadora y subió las escaleras rápidamente. Empezó a meter cosas atropelladamente en su gran mochila de explorador y bajó de nuevo a la entrada. Estaba frenético y muy concentrado en su misión. Cuando ya salía a la calle, escuchó la voz de su padre desde la ventana del piso de arriba.
- ¡Artie! ¡¿A dónde tan aprisa?!
- ¡Me tengo que ir, papá!
- ¡¿Pero dónde vas, hijo?!
- ¡Tengo que hacer un viaje muy largo, y no sé cuándo volveré! ¡Te escribiré, papá!
- ¡Pero hijo, espera..! ¡¿Quieres que te prepare un bocadillo?!
Artie saludó con la mano y siguió su camino.
Dos manzanas más abajo, Artie seguía caminando cuando escuchó una dulce voz llamando su nombre.
- ¡Artie, Artie!
Era Annie Packard, que le había visto desde la otra acera y se acercaba a saludarle.
- ¿Dónde vas tan aprisa, Artie?
Artie la miró a los ojos, balbuceó un poco y respondió:
- Me voy a un sitio muy lejos, a buscar a unos monos desaparecidos. A lo mejor seré rico y famoso, y cuando vuelva, si quieres...podemos quedar para ver la tele, o algo.
Annie sonrió.
- Claro, Artie. Ya nos veremos.
Artie se alejó caminando calle abajo, con su mochila y su camiseta de David Hasselhoff, y meneándose al ritmo de Culture Club “Camaleón”, que sonaba en su querida “Lucy”.
1 comentario:
Bien angelito. bueno versión de todo El un clásico universitario. El ambiente ochentero lo has clavado.
bien.
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