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Con el invento del pulgar oponible, la mano fue mano. Un instrumento más o menos útil que, a ti y a mí, gente de a pie, nos brinda los placeres del onanismo, nos cambia de canal y nos choca los cinco con nuestros amigos.

¡Choca esos cinco!

Pero, en determinadas personas, la mano adquiere una importancia desproporcionada, grabando a fuego una página en nuestros libros de Historia.

Sólo una mano. A cámara lenta. Sólo una simple mano puede hacer milagros. También, puede ser causa de la continua tragedia humana. La de Maradona en México ‘86, la del piloto del Enola Gay sobrevolando Hiroshima, son sólo algunos ejemplos antagónicos de cómo una sola mano puede “jugar” con miles de personas. Por una serie de circunstancias, en un instante preciso, el poder de una mano se convierte en algo sencillamente devastador.

Pero, ¿lo estáis viendo? Una mano, a cámara lenta. Cómo llega allí donde otras jamás soñaron. Y entonces, todo se congela. Se produce el breve y sordo impacto; un sonido agridulce que huele a paz, que sabe a victoria y a derrota, y esa mano cae al suelo lentamente, arrastrando el cuerpo de un hombre.

¿He dicho “un hombre”?

Es la mano de un héroe vestido de negra araña y renacido de sus cenizas; hablo del Guardián de Nervión.

Dicen que la tanda de penaltis es una lotería. Yo os digo que no es así cuando Palop juega en tu equipo: él es capaz de oler el miedo en los lanzadores de penal y, creedme, le gusta lo que huele. Por eso siempre lo elijo el primero en los recreos cuando me toca escoger. A cambio, eso sí, de un trozo de mi bocadillo.

No es sólo una mano a cámara lenta. Es todo un símbolo.